El jueves 11 de agosto amanecimos en Melilla para completar
nuestra panorámica sobre estas periferias. En un escenario que se antoja
exótico para el recién llegado de la península por el mestizaje y el colorido
de las cuatro culturas presentes en la ciudad.
Mañana
para visitar el CETI (Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes) y tarde
para un peculiar “retiro-paseo” por la valla que hace las veces de frontera
entre España y Marruecos: no nos equivocamos en la elección.
Hay cuatro
pasos fronterizos entre Melilla y Marruecos. El de Beni-Enzar es uno de los
más transitados de toda África y es un enjambre de coches, bicicletas, peatones
y situaciones variopintas. El llamado del “barrio chino” ofrece un terrible
espectáculo los días en que las porteadoras vienen desde Marruecos arrastrando
sus fardos con los productos con los que ganan su vida en la compra-venta, con
cargas que podrían ser excesivas hasta para un mulo. El más al norte, el de
Mariouari, permanece cerrado durante el verano y es accesible solo durante el
curso escolar para facilitar el tránsito de niños marroquíes escolarizados en
Melilla. Más o menos a la mitad de la valla, el de Farjana, permite el tránsito
hacia la población del mismo nombre que es aneja a Melilla. Lo escogimos como
inicio para nuestro retiro-meditación.
Para
acceder a él es necesario alcanzar el CETI, por lo que en el viaje de la tarde
nos resultó casi conocido. Frente a la puerta de acceso al CETI se abre un
grotesco y doloroso espacio: un campo del golf. Los jugadores han de ser
certeros dado que un mal pat daría con las bolas en Marruecos. La valla sirve
de fondo para un tupido césped verde que contrasta con el gris y la suciedad de
la población marroquí, al otro lado de la valla, cuyas calles son de arena. La
calle se va aproximando hacia el paso fronterizo al mismo ritmo que incrementan
los descampados, no exentos de basura, mientras se flanquean los linderos del
campito de golf. El contraste dio lugar a una famosísima fotografía de José
Palazón, activista y fotógrafo, quien logró la terrible instantánea de los jóvenes
subsaharianos subidos en lo alto de la verja, como suerte de improvisado
público para los golfistas. No pudieron acompañar su destreza con aplausos dado
que habrían caído de su refugio.
El
tránsito por esta calle me genera repulsa. Y una sensación creciente de frustración
y rabia por lo grosero del contraste como icono de las profundas desigualdades
entre sociedades tan cercanas.
En la
puerta del paso de Farjana, se acumulan los vendedores ambulantes de fruta y
otros productos. En este punto, seguir hacia el sur es aproximarse a las
instalaciones del aeropuerto. Nosotros los hacemos al Norte, hacia el mar, por
el arcén de una carretera que recorre en paralelo la valla hasta su fin.
Los
primeros metros imponen un silencio súbito entre los peregrinos sin necesidad
de acuerdo previo: basta la fuerza de lo que observamos. Técnicamente, cuatro
verjas. Una primera de unos 2 metros de alto presidida por las famosas
concertinas que no son sino una hilera de cuchillas imponentes. La segunda, la
más alta, unos cuatro metros, con las barras inclinadas hacia suelo marroquí
para dificultar su acceso. La tercera, algo más esbelta genera angustia por el
cúmulo de barreras mientras uno no puede evitar empezar a diseñar una teórica
estrategia acerca de cómo podría ser salvada semejante muralla. Una cuarta,
completa el conjunto con los fosos intermedios. Cada ciertos metros, unas
puertas permiten el acceso a las zonas interiores, se entiende que para
rescatar a los heridos, aunque es posible que también en ocasiones para
practicar las “devoluciones en caliente”.
Me dicen
que la visita a Auswitch impone un silencio profundo que da acceso a una
profunda emoción en la que uno parece poder empatizar con el sufrimiento allí
vivido. Creo que me impresionará menos cuando tenga ocasión de conocer aquello.
Nuestros jóvenes marchan de forma desordenada seguramente por la participación
en este sobrecogimiento. Aquél se echa las manos a la cabeza mientras camina
despacio. Otro mira hacia atrás tratando de hacerse cargo de los cientos de
metros geométricos con el horror de estas vallas. Otro se ha detenido con la
mirada perdida.
Se ha
puesto cuidado en la limpieza de las vallas eliminando los restos de pasados
asaltos. Pero la extensión de tan grande que es posible reconocer alguna prenda
y sus girones y alguna zapatilla perdida. El resto, plásticos que el viento ha
ido arrojando contra esta red.
Si uno
cierra los ojos, el lugar es tan elocuente que parece posible imaginar los
gritos y el nerviosismo en estas vallas. La angustia desesperada de los
emigrantes, dispuestos a pagar el precio que sea necesario; y la tensión de los
guardias civiles encargados del rechazo de la avalancha: no quisiera que esta
tarea le tocara a ninguno de los muchos amigos que tengo en el cuerpo; me
consta que la tensión entre el deber que ha de ser cumplido y la compasión por
las circunstancias de los emigrantes puede llegar a ser insufrible. El sábado,
en Nador, nos presentaron a un chico con doble fractura en la pierna, fruto de
los golpes de las porras, que fue devuelto por una de estas puertas al grito de
“ya te curarán en Marruecos”. Esta es la realidad contemplada en este viaje y
ojalá Dios conceda el consuelo a quien fruto de la situación puede llegar a
perder los más humano de un corazón con estas expresiones. Me niego a pensar
que es el sentir de la mayoría de los guardias civiles.
Una
pareja de ellos se acerca, catorce personas por esa carretera no debe ser en
exceso habitual. Nos preguntan sorprendidos y no acaban de entender un viaje
desde Madrid para conocer este sitio. Dos kilómetros más arriba, nos los volvemos
a encontrar. Con exquisita cortesía nos indican la forma más rápida de volver a
casa. Quizá ya con tiempo de valorar lo un viaje así expresa de renuncia para
un grupo de jóvenes frente a ofertas como la playa o un crucero.
El paseo
por la valla se hace en estado de indignación. Entiendo las fronteras. Creo en
ellas. Valoro su utilidad y no partir de estos modelos de gestión política es
navegar en las irresponsabilidades. Pero este es uno de los pocos lugares que
recuerdo en los que he sentido vergüenza de mi país. No reconozco en él
nuestros valores, nuestra hospitalidad, nuestro carácter acogedor y festivo. No
puedo evitar el rechazo y la queja por no encontrar alternativas igualmente eficaces
y más honrosas a la gestión de esta frontera.
Y el campo de golf, me resulta,
sencillamente insultante, un icono bochornoso, una provocación indecente.
Seguro que era la ubicación más apropiada pero, con todos los respetos, hay
espacios que no pueden ser prostituidos por la carga de dignidad que encierran
dado el sufrimiento almacenado. Lo prohibiría inmediatamente como lo haría con
la construcción de un casino para amenizar las visitas a los campos de
concentración polacos.
Un divertimento
artificioso, en el norte de África, que expresa el culpable olvido con los
países en vías de desarrollo. Aquí, para colmo, los participantes tienen que
contemplarlos si quieren seguir el rastro de sus bolas.
Nuestros
jóvenes hace minutos que no articulan palabra. Solo contemplan con horrible
admiración e inmenso respeto el espectáculo de la valla.
Desde la
cima de la primera loma, hacia el Norte la mirada recuerda a la Gran Muralla
china por la longitud que se pierde en el horizonte. Hacia el Sur, la valla
completa el macabro bodegón con el campito de golf.
Al girarme en esa dirección, me
alcanza el último de los jóvenes que cierra la fila. Viene llorando, sin pronunciar
palabra, buscando en el retraso un espacio de intimidad: ha comprendido dónde
estamos.
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